martes, septiembre 19, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (12): El cerebro de Lenin

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado


Aunque no sabemos muy bien quién fue el padre de la idea, la muerte de Lenin acabó por suponer una decisión no muy habitual. El liderazgo indiscutible de Vladimir Ilitch en el Partido Comunista ruso había terminado por construir el mito de que Lenin era una persona de inteligencia muy especial, casi sobrehumana. El caso es que, poco tiempo después de su muerte, su autopsia y su momificación, un grupo de médicos, la mayoría de ellos del equipo que había tratado el cadáver, decidió proponer que el cerebro de Lenin fuese sometido a un estudio científico. Como digo, esta decisión pudo ser una decisión personal de los médicos (bastante improbable); o estar teledirigida por alguno o algunos de los líderes del Partido.

Stalin es, de hecho, un serio candidato a ser inspirador de la medida. Los esfuerzos del secretario general por sacralizar la figura de su antecesor como líder comunista fueron bien claros. Poco tiempo después de la muerte, instituyó el instituto de estudio Vladimir IIitch Lenin. Stalin colocó a un hombre de su estricta confianza: su secretario Iván Pavlovitch Tovstukha, al frente de dicho instituto. El instituto se aplicó a buscar en cualquier publicación cualquier comentario que se hubiera hecho sobre Lenin o sobre sus escritos. Muy especialmente se buscaban los comentarios no muy positivos, que Stalin guardaba personalmente para poder chantajear a sus rivales políticos cuando fuese necesario. Parte del culto a Lenin fue, por supuesto, la decisión de momificarlo y exponerlo en la Plaza Roja; una decisión que provocó la repugnancia de su mujer, Krupskaya.

El Instituto Lenin, sin embargo, fue mucho más allá de ser meramente el editor de las obras completas del anterior líder; fue también el responsable de demostrarle al mundo que Vladimir Ilitch era un genio. Así las cosas, entre los recuerdos de Lenin que recibió el instituto estaba una jarra de cristal llena de formaldehído, dentro de la cual estaba el cerebro del líder comunista, extraído durante su autopsia.

La decisión de estudiar el cerebro de Lenin se tomó a los tres meses de su muerte, es decir, en abril de 1924. A falta de un buen instituto del cerebro en Rusia, especímenes del cerebro de Lenin fueron enviados a Berlín, donde se contrató a un científico reputado, el doctor Oskar Vogt. Sin embargo, los médicos soviéticos lograron hacer un lobby muy eficiente en contra de la salida del cerebro (o de la mayoría de él) del país; en el fondo de la cuestión yacía la voluntad y ambición de muchos de ellos de levantar un Instituto Soviético del Cerebro, con sus jugosos puestos y dietas.

Así las cosas, el estudio tomó un cariz bastante extraño. El director del proyecto apenas iba a Moscú, que era donde de verdad estaba el cerebro. Por lo demás, en las revistas científicas soviéticas comenzaron a publicarse muchas críticas hacia Vogt y su trabajo.

La idea de enviar el cerebro de Lenin a Berlín había sido propuesta por Nikolai Alexandrovitch Shemashko, entonces ministro de Salud, y el propio Tovstukha. Tenían mucha confianza en Vogt, entonces miembro del muy prestigioso Instituto Neurobiológico del Káiser Wilhelm, en Berlín, institución a la que los dos soviéticos consideraban “la única autoridad en el mundo” sobre la materia. Vogt había tratado con científicos soviéticos en febrero de aquel año, unas pocas semanas después de la muerte de Lenin, y les había asegurado que era perfectamente posible conducir un estudio que “aportase base material para determinar el genio de Vladimir Ilitch Lenin”. Propuso una metodología comparada, es decir, el estudio del cerebro de Lenin en comparación con otros cerebros considerados de personas avanzadas. Para eso, sin embargo, hacían falta muchos medios; mucho, por así decirlo, fondo de congelador. Vogt, que yo creo que claramente quería el contrato, conseguía de esa manera imponerse como la única alternativa posible para el estudio. Además, en sus encuentros en Moscú aquel febrero trabajó muy eficientemente, argumentando que si el cerebro se quedaba en Moscú podría deteriorarse; y metiendo prisa a los mandamases soviéticos, aduciendo que, si se esperaba demasiado, el tejido cerebral perdería la capacidad de absorber los contrastes que eran necesarios para hacer el estudio.

La noticia de que el cerebro de Lenin se estaba deteriorando puso muy nerviosos a Shemashko y Tovstukha. De confirmarse dicho deterioro, ellos serían los culpables sin duda. Trataron de acelerar el tema, pero el 19 de febrero, ya en 1925, el Politburo se reunió y con bastante lógica, votó unánimemente que el cerebro de su líder no abandonaría Rusia.

Dos días después, un presionadísimo Shemashko hizo una propuesta alternativa: Vogt se llevaría sólo especímenes del cerebro, con la intención de valorar su nivel de deterioro biológico. Ese mismo día, 21, el Politburo aprobó la propuesta. Se aprobó también que, si las investigaciones del alemán daban resultados prometedores, se le enviarían más cachos de cerebro (cosa que, la verdad, nunca pasó).

El 22 de mayo de 1925, el Politburo aprobó el “proyecto ruso”. Aprobó un contrato para Vogt en Rusia y mandató a Shemashko y Tovstukha para que encontrasen un edificio, equipamiento, y dos “médicos comunistas” que pudieran trabajar con el alemán. Dzerzhinski, el jefe de la policía secreta, recibió la orden de encontrar un camarada adecuado para ser el depositario del cerebro.

El 25 de enero de 1926, Shemashko informa al Politburo de que el estudio no ha llegado a conclusiones finales todavía; pero que un asistente alemán de Vogt está trabajando en Moscú con el cerebro, siempre bajo las órdenes de su jefe alemán. También informaba de que dos jóvenes “médicos comunistas”, Isai Davidovitch Sapir y Semion Alexandrovitch Sarkisov, habían terminado una especie de máster con Vogt en Berlín. La creación del Instituto Soviético del Cerebro era ya sólo cuestión de tiempo. El 28 de abril, Stalin personalmente aprobó el gasto de 154.480 rublos para una comisión médica que estudiaría el cerebro de Lenin en Moscú.

En algún momento de 1927, Vogt tuvo una sesión con personas del top echelon soviético para explicar sus logros preliminares.

El 28 de enero de 1928, un tal Lamkin, comisario en el Ejército Rojo, le envió un memorando a Sergei Sergueyevitch Bubnov, un antiguo opositor de la izquierda comunista que se había pasado a Stalin, por lo que éste le premió nombrándolo jefe de Control Político del Ejército Rojo y, por lo tanto, superior de Lamkin.

En su memorando, Lamkin, de quien no sabemos ni siquiera si era médico, venía a decir que el trabajo de Vogt carecía de base científica neurofisiológica; e, ítem más, se atrevía a listar una serie de neurólogos soviéticos que, decía, eran de muy superior calidad al alemán.

Hoy por hoy, las apuestas mayoritarias apuntan a que Bubnov, un devoto estalinista acostumbrado a hacer trabajos sucios, lo montó todo; incluso el informe previo de Lamkin, quien se limitó a escribir lo que su jefe quería leer. El memorando de Lamkin, una vez enviado a Stalin, fue el primer mojón de una estrategia destinada a acabar con Vogt. Stalin comenzó a poner el proyecto Vogt cada vez más en manos de gente de su confianza, aunque el alemán seguía siendo formalmente el director. En enero de 1932, Stalin dio el paso definitivo al nombrar a Viacheslav Molotov, hombre de su total confianza, como responsable de supervisar todo el proyecto. Avel Safronovitch Yenukidze, paisano de Stalin y jefe de seguridad del Kremlin, fue encomendado de custodiar el cerebro de Lenin. Por su parte, Alexei Ivanovitch Stetskii, el jefe de Cultura y Propaganda del Partido, comenzó a investigar la labor de Vogt, algo que resumió en un informe en el que lo acusó de cosas como una deplorable seguridad en la custodia del cerebro, trabajos lentos o no realizados, prolongadas ausencias de Rusia por su parte, etc.

El principal problema para Vogt era, en todo caso, que había dado algunas conferencias explicando algunos de sus descubrimientos. Contra lo que los soviéticos habían imaginado, el alemán no sólo había comparado el cerebro de Lenin con el de otros genios sino, por ejemplo, con el cerebro de criminales; algo que para los soviéticos era poco menos que un sacrilegio. Aparentemente, Vogt ligaba la condición de genio inteligente a la localización en un cerebro de un alto número de células corticales piramidales gigantes que, la verdad, no sé lo que son. Stetskii encontró una enciclopedia médica alemana en la que se decía que la alta densidad de esas células era síntoma de retardo mental, por lo que le escribió a Stalin que Vogt se estaba cachondeando de Lenin, dando con ello material para “la prensa burguesa”.

Tres días después de enviarle Stetskii su informe a Stalin, éste reunió al Politburo. El alto organismo comunista aprobó la creación de un instituto ruso del cerebro, ya no dependiente del Ministerio de Salud, sino del Comité Científico del Comité Ejecutivo Central. Vogt sería invitado a dirigirlo con Sarkisov como subdirector. Se acordó enviar al camarada Sarkisov dos semanas a Berlín, a negociar con Vogt.

Aparentemente, ya antes de que Sarkisov abandonase Moscú, el embajador soviético en Berlín había informado de que el doctor Vogt había perdido el favor político de Hitler. Sarkisov no hizo sino confirmar estas sospechas. Se entrevistó en Berlín con un Vogt muy nervioso, que decía saber que le habían pinchado el teléfono, y que había sido cesado al frente del Instituto Wilhelm. En realidad, el castigo siguió: en la guerra, fue alistado como mero soldado (tenía sesenta y pico años) y licenciado seis semanas después.

Considerando que, como veremos, en aquellos tiempos las relaciones entre Alemania y la URSS no eran tan malas como luego se han vendido, ni cabe descartar por completo que Hitler le hiciese un favor a Stalin. Porque lo que pasó: que Vogt dejase el proyecto sin poder montar un escándalo internacional, era lo que quería el mandatario soviético.

Vogt accedió ante Sarkisov a que fuese el Instituto de Moscú el que siguiese la investigación sin él. Consideró, además, que, puesto que los soviéticos guardaban los cerebros de personas muy brillantes como Lunacharski o Maiakovsky, en Moscú se podría comparar el cerebro de Lenin con otros no menos notables.

En septiembre de 1936, Iván Alexeyevitch Akulov, secretario del Comité Ejecutivo Central de los soviets y jefe formal de Sarkisov, anunció que el estudio ya podía ser presentado a los mandamases del régimen. En un reporte a Stalin, le indicaba que marzo del año siguiente sería la fecha ideal para todo ello. Pero en realidad antes, el 26 de mayo de aquel año, Kalinin, el jefe de Akulov, había enviado al Politburo un informe titulado Estudio del cerebro de Vladimir Ilitch Lenin.

Según dicho informe, el Instituto del Cerebro de Moscú cortó 30.953 muestras de cerebro, lo que había permitido comparar el cerebro de Lenin con el de diez “personas normales”, así como con el cerebro de personas singulares, tales como Iván Ivanovitch Skvortsov-Stepanov, uno de los primeros revolucionarios; Maiakovsky; Alexander Alexandrovitch Bogdanov (nacido Malinovsky), un médico y escritor también revolucionario; o incluso Ivan Petrovitch Pavlov, el Nobel del perro. Las conclusiones del estudio fueron que el cerebro de Lenin estaba “extraordinariamente bien organizado”, además de otros marcadores que sugerían “un funcionamiento especialmente eficiente del cerebro de Lenin en áreas como el habla, el reconocimiento y la acción”, con “un funcionamiento excepcionalmente eficiente del sistema nervioso superior”. Se decía que el cerebro de Lenin había funcionado “a muy alto nivel” incluso durante su enfermedad. El análisis con otros cerebros de gente brillante había mostrado que el de Lenin mostraba “presencia de grandes células piramidales en la tercera capa del córtex cerebral”; así como que la ratio del lóbulo temporal sobre el cerebro total era superior a la de todos los demás genios analizados.

La respuesta a este informe fue un decreto que regó de pasta el Instituto dirigido por Sarkisov. Bien por él.

Lo que ya no sabemos es por qué Stalin decidió no publicar este estudio. Aunque cabe sospecharlo. En 1936 estaba ya aupado a la cumbre del poder soviético, y ya nadie le tosía. ¿Para qué? Además, no es descartable que pensase: el día que yo muera, ¿estará mi cerebro a la altura?

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